David Roca Basadre
Apenas lo tuve en mis brazos, amé su rostro a veces agestado, con la sonrisa brillante que le brotaba espontánea y resolvía todo. Sus dientes blancos brillaron, apenas los tuvo, contrastando con la piel oscura, lozana, que le legó su madre.
Recuerdo aquella vez, cuando siendo niño, a los 7 años, una tarde en Miraflores, nos detuvimos a comprar empanadas. Le dije que esperara mientras pagaba. Pero, al volver, ya no estaba. Me inquieté, hasta que lo vi en la calle, pegado a la puerta.
– ¿Qué haces afuera, hijo? –le pregunté.
– Tenía calor, pa –me dijo.
Lo recriminé por el susto. Luego decidimos volver
caminando a casa. Vivíamos cerca, en Barranco.
Ya en el camino, me dijo:
– El hombre de la tienda me hizo salir.
Adiviné el motivo y me indigné. Mi hijo iba bien vestido, sus modos son muy formales.
– ¿Por qué no me avisaste? –exclamé. Me consumía la ira. Él me conoce.
– Porque te hubieras puesto a pelear, no quería que te pase algo. –De la ira pasé a una lágrima de emoción contenida. Lo abracé.
–Si alguna vez te vuelve a ocurrir algo así, me avisas –le dije. Y lo acerqué más aún a mi corazón.